Gullypan y los ñandúes

Pastaba Gullypan feliz y disfrutaba, con los pelos al viento, suaves como el aire. Eran tardes en las que lo que más amaba era cuando de la nada surgían los ñandúes. Era ése el momento que esperaba con más ansias. Sin lugar a dudas. Los ñandúes eran algo especial porque sacaban la cabeza de entre los pastizales y lo hacían muy poco a poco.

Cuando llegaba la hora a la que solían hacerlo, Gullypan prestaba más atención, sondeaba los pastos que se removían para ver si por allí podía asomarse una cabecita oscura y tímida. Siempre le sucedía que cuando se quedaba mirando por demasiado tiempo en una dirección y veía un ñandú, este no era el primero, detrás suyo hacía rato había crecido algún otro. A veces ganaba pero esos días eran especiales. Muy especiales.

Uno de esos días Gullypan le propuso a los ñandúes:

-Queridos amigos, ustedes saben que en mis quinientos ochenta y cuatro años sólo dos veces he podido ver al primer ñandú asomando el primer penacho. Por eso quisiera celebrarlo ¡Vayamos todos juntos al monte Ilineo y juguemos ahí porque también es mi cumpleaños y ahí puede ser el de cualquiera de ustedes!

Los ñandúes simplemente lo miraron, inexpresivos, porque así eran ellos. Surgían del suelo y se quedaban quietos, muy quietos, como embalsamados.

El monte Ilineo se veía en el horizonte como una sombra vaga, estaba muy muy lejos, pero era un lugar hermoso lleno de dicha que valía el sacrificio.

-Ni en pedo camino hasta allá. – Dijo un ñandú.

-Yo tampoco… no podríamos hacer algo acá? – Agregó otro.

-A mí me encantaría pero tengo los pies a la miseria. – Agregó un tercero.

Gullypan se quedó mirándolos desconcertado.

-Es que… por mí iría pero si no van los demás no sé si tiene mucha gracia.- dijo otro ñandú y Gullypan sonrió.

Al punto que no pudo evitar que se le escapara alguna lágrima. Fue la primera y única vez que escuchó hablar a los ñandúes. A sus 584 años podía morir feliz.