El silencio de una almohada

Hace un tiempo Claudia me contó qué había visto con su primo un partido de tenis de Sharapova y había sido un embole. Le comenté que estaba buena la Sharapova. La fotocopiadora relampagueaba a un ritmo uniforme. La pelota de tenis golpeó el polvo de ladrillo, la hoja se plegó al pilón. Algo más estaba pasando. La mina se agacha, toma la pelota, se sostiene por un segundo sobre los dedos del pie buscando impulso, sus músculos se tensan y relajan en un impacto violento. Es una criatura en el clímax de una exigencia tanto física como mental. Se realiza una modificación temporal, un montaje y los grititos de cada golpe quedan todos amontonados. Estoy tan concentrado como la tenista, y me desplazo en otra dimensión temporal. Veo un partido de tenis pero no veo el partido, veo otra cosa.

Concluí que ver tenis femenino es ver deporte, es componer y, por sobre todas las cosas, es no estar viendo porno. Y se lo comenté a Claudia. Me preguntó si quería algo del kiosco y le contesté que no. La miré yéndose, casi por obligación y pensé que quizás éste no fuera un trabajo sino un refugio. Una vida que se confunde con la de los demás en dónde todos nos equivocamos buscando lo mismo.

Hacía dos años Claudia había vendido dos kilos de merca en la noche porteña y con esa plata se había comprado un departamento en Panamá para vivir con su amante moreno, puro músculo. Tuvo que volver a Buenos Aires por negocios, abandonándolo, y se ocultó en el ambiente esnob de Palermo adoptando la personalidad de una artista conceptual lesbiana. Se había ido a Panamá porque alguien la había traicionado… y ella había amado a ese alguien. Por más que el moreno la amara, ella no había olvidado a ese alguien. Ese alguien la había metido en el negocio, le había arruinado la vida o, al menos, se la había cambiado.

Y yo no podía imaginar eso. No podía entenderlo. Por más que la mirara una y otra vez recorriendo los pasillos, cargando agua, sirviéndose café, hablando de sus sobrinos, de su vida normal. No podía imaginar, no podía entender que ella había matado a ese alguien que le rompió el corazón. Que una noche de amor usó una almohada como silenciador, que la almohada se prendió fuego y que no silenció un carajo y que la casa entera quedó en cenizas y lo perdió todo, de nuevo, sin saber a dónde ir.

Lo que veo es una mina que arranca de cero una vida como administrativa, vacía porque no quiere nada, vio y tuvo demasiado. Aunque el cero y el vacío no existen, no en ella. Un cosquilleo la enciende cuando piensa en su amante panameño esperándola como si nada hubiera pasado, a miles de kilómetros de distancia, bajo un violento sol caribeño.

Eso es lo único que percibo, algo ínfimo que la mantiene en pie. El aroma de un pasado a punto de venir a buscarla. Pero incluso el pasado tiene límites y la empresa sabía como aprovecharlos.

Un día cualquiera fue a una reunión. Una posada en Bariloche estaba dando pérdidas. Quienes estaban a cargo llevaban veinte años en la empresa, era una familia que se había formado ahí. Una familia entera. Los juicios laborales se comerían el presupuesto para la temporada siguiente y no podían permitirlo. Debían hacer algo al respecto: Limpiarlos. A Claudia la idea se le hizo turbia y siniestra, pero ella ya había limpiado gente antes y su sueño era vivir en el sur. En menos de una semana estaba viajando con todos sus bártulos a Bariloche mientras, en su mente, aquel amor panameño moría de frío.

El lengüetazo de su gran danés la despierta. Se quedó dormida frente a la chimenea con el perro recostado sobre su falda. La presencia mullida y cariñosa del animal había encantado sus sentidos, arrastrándolos al sueño. La cabaña está a orillas del Nahuel Huapi.

El ruido es de la 4×4 de Miguel, su instructor. Ella tenía su equipo preparado, escalaban juntos. Se había transformado en una agradable rutina. Conocer la geografía, buscar paredes especiales, con muchos escalones y tomas. Paredes lisas y verticales. Desafíos. Algo distinto. Al día siguiente tendría que dedicarle un tiempo al trabajo. Había recibido un llamado de Buenos Aires.

La primera tarea fue entrar a la posada, ella y su socio, el instructor de rappel, como simples turistas. Debían infiltrarse e investigar a la familia. El mandamás era un gordo de voz finita y brazos contundentes, que hablaba y hablaba, de sus quehaceres, de su trabajo, de su buen trato y del agradecimiento que la gente tenía para con él. Entendía que su familia tenía mucho que ver pero también entendía que Claudia y el instructor, como simples turistas, no conocían la faceta oscura de la ciudad. Una cosa era visitarla, otra vivirla. Una calle dividía los mundos.

Empezó a contar situaciones que degeneraban en la más pura violencia. Agudo continuaba, sin aminorar el ritmo, desarrollando relatos de sangre lavada a manguerazo limpio, de hombres de traje que comerciaban golpizas y de la justicia divina que, poco a poco, castigaba al asesino de su hermana con quien se cruzaba en el almacén de la esquina, comprando pan, como si nada. Lo vivía, lo contaba: «Lo veo en sus ojos. Yo sé que no es feliz.»

Lo harían al día siguiente. La cosa no era complicada. Tendrían que limpiar al gordo y a su mujer. El resto vivía en otro lado. La tragedia los llevaría a todos a un arreglo. De la mayor parte de los gastos se debía ocupar el seguro. La caldera no funcionaba bien, con algunos explosivos arreglarían el tema. Claudia quería aprovechar que el hotel estaba construido sobre una barranca que daba al lago. Cerrarían la puerta de la habitación donde dormían el gordo y su mujer, y harían explotar la caldera, que estaba a sólo unos metros. Miguel y ella bajarían por la barranca y hasta sería divertido y, porqué no, romántico. Los dos bajando a la luz de una explosión de amor, de dos enamorados, de una pareja en llamas.

No contó con qué Miguel recularía y que, con la caldera a punto de explotar, intentaría salvar a la pareja. Claudia estaba en el bote, surcando el lago, cuando vio los dos cuerpos tras una ventana. Miguel era un idiota, el gordo se había dado cuenta de todo. Lo iba a matar. El fuego consumió las dos sombras e iluminó el lago. Ninguno pensó, ninguno se avivó. Sólo ella. Cerró los ojos y sintió, una vez más, el cálido abrazo de un ángel extraño.

La historia de Claudia se formó en el aire, como algo que siempre existió, que siempre estuvo ahí. Entre rumores y comentarios. Otra vez la hoja, otra vez el tenis. Las ideas relampagueaban en una sucesión de sonidos mecánicos y predecibles. El sonido, la cadencia particular de sus pasos me sedujo y me arrepentí de no haber sido mejor con ella. Más puro, más transparente, más directo. Le escribí y me comentó que iba a venir para Capital en pocos días para visitar a sus sobrinos. Pensé en ella y no pensé más. No me quise zambullir dos veces en un río que podría llamar Infierno. Porque soy yo y mi interpretación de las cosas, de los datos antojadizos que voy juntando. Cielos e infiernos de gente que quizás no existe, gente violenta y fantasmal, y no distingo entre su historia y la mía porque no hace falta. Porque no sé nada más que hay algo, algo más. Pensé en Claudia porque la extrañaba y recordé la última escena de su historia, cuando llegó a su casa y ahí estaba. Un gran Danés llamado Ernesto, haciéndole una fiesta por haber llegado, de acá para allá, con la felicidad pura de los perros. Esa felicidad que no sabe de dónde venís, qué hiciste y qué dejaste de hacer, que sólo conoce la belleza de estar juntos. Una vez más.