El hombre de las fresias

Un día de esos en los que las mujeres reciben flores, entre los pétalos divisó una textura, un cristal, una pequeña gota de agua absorbiendo ideas. A la noche ensayaría con su banda, al día siguiente volvería a ese lugar y alcanzaría el año en un trabajo normal. Recordó que, en la doma, el caballo que hace siempre el mismo movimiento es fácil de domar. En cambio el caballo creativo, se vuelve incontrolable.

Renunció. Abrió un circo. Como no sabía nada de animales fue a una veterinaria y compró todos los que tenían. Consiguió una carpa grande y los soltó ahí. Y ahí se quedaron. La gente los miraba. Animales normales, haciendo sus cosas. Un cachorro se la agarró con un hámster, pero lo soltó todo baboseado para entretenerse con un conejo. Había música y unos nenes jugaban por ahí. No mucho más que eso. El hombre de las fresias sacó su guitarra y se puso a cantar canciones de amor. La gente empezó a llevar a sus animales y, en poco tiempo, el ambiente zoofílico de Buenos Aires hizo del lugar una especie de Woodstock tercermundista e interracial.

Cada tanto las cosas se iban de control. Los animales se comportaban como animales y los dueños perdían la razón. Algunos se trenzaban en competencias ridículas, sobre qué animal era más civilizado y/o inteligente y en qué medida los representaba. A veces se iban a las piñas y nadie intervenía. Seguía siendo natural. Se respetaba la consigna. La cosa se complicaba cuando los animales se metían. Y se complicaba aún más cuando los animales resultaban estar entrenados. Había noches sangrientas. La carpa quedaba como un Pollock y ya empezaba a apestar pero había algo bien under en todo eso. Un ambiente cargado de locura y violencia. El hombre de las Fresias entendió su arte como algo primitivo y único, impulsado por un público natural. El hombre de las fresias se tornó de culto.

La ley se mantenía para los hombres, pero para los animales se podía torcer en numerosas direcciones. Había apuestas ilegales, robos y algunos degenerados incentivaron el comercio sexual de las ovejas. Las letras del hombre de las fresias se volvieron crípticas y desoladoras, llenas de guiños a lo que no podía dejar de ver y a lo que no podía ver también. Ya no estaba sólo, sino en el medio de un campamento lleno de ofertas de entretenimiento. Trastornado en esa tierra de oportunidades, ni siquiera era el rey. El rey era el que manejaba los pumas: El puma Gonzalez.

El puma tenía una tapadera: ser una especie de gurú dedicado a la autoayuda. Puso una carpa dónde la gente elegía un ganso para criarlo, ponerle su propio nombre y luego acogotarlo mientras miraban pornografía. “Mata al ganso que hay en vos”, era el lema. O, si eras minas, en una versión más sofisticada. “Mata al bagre que hay en vos.”

Envuelto en pieles de ovejas, el hombre de las fresias salía noche a noche e intentaba concientizar a su público sobre temas que parecían importantes. Aunque no terminaba de entender quién manejaba qué o para quién estaba trabajando. Lo único que entendía era que le pagaban por cantar cosas que sonaran bien mientras las gotas caían de las hojas y los caballos corrían por el campo.

Dicen que el hombre de las fresias murió en un duelo a muerte con el Puma Gonzalez. También dicen que nunca existió. En cualquier caso todo aquello pasó o se hizo tan parte de la tradición que ni siquiera hace falta contarlo. Es demasiado normal, ya todos saben de qué se trata.