La carta de piel y krill
Recorrían la playa con una red y entre las frías olas recogían cardúmenes de krill, conformando una dieta cetácea que, más tarde, poblaría las ollas de la cocina. A la distancia parecían una masa blanca e informe, sólo al acercarse y observar con atención se podía apreciar su diminuto y transparente parecido con los camarones.
Tenía nueve años, estaba viviendo con su familia en Pehuén-Co, un pueblo de algo más de doscientos habitantes ubicado en el sur de la provincia de Buenos Aires, cerca de Bahía Blanca. No tenía juguetes, tenía un fibrón. Usaba el fibrón para conformar mundos imaginarios en el aire. Los juguetes acotaban las formas a algo específico en cambio el fibrón podía ser todo lo que él quisiera. Una torre, un brazo. Parte fundamental de algo diseñado en el aire.
Por las playas Javier perseguía cangrejitos e indagaba entre agua-vivas y estrellas de mar. Pensaba si podía usar algo de todo esto como si fueran juguetes. Los juguetes pueden servir para establecer relaciones. Son polímeros sintéticos que aúnan miles de moléculas estableciendo relaciones, como un lenguaje o una referencia oblicua.
Sus padres no eran de regalar juguetes sino más bien cosas funcionales, concretas, como una bicicleta. El pueblo tenía calles de tierra, el polvo seco volaba. Para Javier la bici era una nave con la que viajaba por galaxias desconocidas mientras las nubes de tierra lo perseguían. Una noche llegó a sentir como, al pasar por un inmenso charco, las ruedas de su bici habían flotado sin formar olas espectaculares, sin salpicar, con la levedad de un artilugio acostumbrado a transportarse por el espacio-tiempo.
Gotas finitas caían sobre el camino. La mamá presionaba el pedal, aceleraba como sus pensamientos, el motor del Renault 11 bramaba como un juguete funcional y desatado. En el asiento trasero Javier dormía todo enredado junto a un secarropas que habían comprado en Bahía Blanca. El auto patinó en la curva, las ruedas viraron descontroladas y volcó. El secarropas aplastó a Javier contra el asiento mientras los vidrios estallaban y el mundo giraba. Habían volado pero para él sólo fue una frenada, despertó quejándose, vio las esquirlas y una alarmante inclinación de la realidad en general. Su madre desesperada lo alcanzó con una mano.
El accidente fue un llamado de atención. La ciudad los reclamaba. Se mudaron a Bahía Blanca. La casa, su nuevo hogar, tenía un pequeño patio en el frente y él tenía que regarlo. Era una de sus nuevas tareas. Le gustaba hundir el dedo en el agua y que las gotas reflejen colores extraños en el aire. Se distraía, era nuevo, no había mucho más que hacer. Una chica por la vereda, lo vio y lo saludó.
En el correo había una carta. Sus padres se rieron cómplices. Era una chica pero ¿Quién? Y ¿Por qué? Javier latía. El saludo le había llamado la atención. Los otros eran, y habían sido, siempre extraños y él se refugiaba en su timidez como un crustáceo en su caparazón quitinoso.
Pero ella decía que era lindo. Que le gustaba. Ella tenía los ojos saltones, era alta y curiosa. Vivían cerca, jugaban juntos e iban a la misma escuela. Ella le hacía llegar notitas, dibujos hechos en papel de calcar y él se sentía incómodo, algo avergonzado. Quería verla, estar con ella. Pero no sabía ni entendía como. Tenía el pelo largo, era sensible y paciente, lo que para sus compañeritos significaba débil y vulnerable.
Ella, con más derecho de piso que él, lo defendía. Toda la situación era engorrosa. Cuestiones de orgullo, cuestiones infantiles. Lo cargaban por estar con ella, ella le dijo “¿Qué te importan los demás?” y le dio un beso. Su primer beso.
Se tenían el uno al otro. Fantaseaban, reían, paseaban, buscaban lugares extraños. Recorrían lo que para ellos era un río hasta encontrar una represa. Un día se aventuraron. Cruzaron unas vallas e hicieron equilibrio bordeando el pavimentado declive hacia el agua.
A lo lejos se veían lomas verdes y perfectas, un campo de golf vecino, frente a ellos el río se apaciguaba en una lagunita rústica.
Un lugar propio. Sólo se escuchaba el paso lento del agua y algunos pajaritos. Eso merecía un nombre propio, que identificara ese momento y lugar de todo lo demás que hay en el universo, dando vueltas. Combinaron sus nombres y así nombraron el hallazgo, como si fuera una extensión de ellos y de su encuentro.
En la escuela había huérfanos que se rompían las manos peleando. Javier no era así. Lo veían dibujar y algo en la delicadeza del trazo les despertaba un odio profundo. Pero en ella había otra violencia, una violencia distinta.
Con él era íntima, sincera, pero cada tanto enloquecía, como si la realidad circundante se volviera insoportable. Lloraba, tiraba manotazos y él trataba de contenerla. Ella se odiaba y odiaba todo lo demás. Cuando sus crisis terminaban se sentía culpable, débil y sola.
La familia de Javier tuvo que irse por cuestiones laborales. Se despidieron. Prometieron escribirse. Estar, a pesar de las distancias.
Pasó un año y llegó una carta de ella. Extensa, compleja, con juegos y adivinanzas. Javier se puso feliz, tenía que contestar, era importante. Algo original, algo diferente, algo suyo. Grabó un cassette en el parque de la quinta en donde vivía tratando de emular el ambiente de aquél lugar secreto. Escribió algunas cosas, dibujó otras.
Grillos y batracios se acercan a las lámparas del jardín buscando insectos. Javier andaba en bici por los caminos de tierra y ahí, abrazada la luz, vio una oscura y pequeña figura humana. Javier corrió a donde estaba la esposa del casero. Le preguntó que era eso y la mujer, sin vacilar, le dijo “un duende”.
Un tiempo después Javier había construido una especie de guarida secreta bajo un árbol caído. Las ramas se apilaban y algunas plantas que habían quedado debajo seguían creciendo. La luz llegaba al lugar resbalándose en cada hoja. Paseaba un día cualquiera con un amigo cuando le pareció escuchar algo. Algo en su guarida. Se arrimaron los dos, y por entre las ramas vieron pasar corriendo a toda velocidad un cuerpo diminuto, humanoide, hecho de luz.
Hacía tiempo que Javier no pensaba en el tema. La estadía en esa casa fue perdiendo su encanto. Su naturaleza nerd lo contentaba con algún libro, algún dato pero tampoco sabía bien qué estaba estudiando, ni si era lo que quería hacer, ni si quería hacer algo, no sabía nada, sólo que ya no había magia. Incluso las luciérnagas que antaño habían poblado el campo ahora eran tímidas y escasas. La magia con los años había mermado.
Capas de polvo aparecieron, la carta y las intenciones quedaron en alguna caja perdida de una nueva mudanza.
Tenía casi veinte años, andaba en bicicleta por Bahía Blanca, había vuelto por unos días, sintió el aroma de los pinos, los colores del parque, los caminos. Preguntó si había una represa cerca. No, una represa no, pero si un entubado muy pequeño. No era lo que recordaba. Antes el mundo se le hacía gigante, ahora necesitaba mapas para ubicarse.
Un amigo lo acompañó a buscar la casa de ella. Tocó el timbre, al escuchar el nombre y apellido, el amigo cambió la cara. Ella ya no vivía ahí, no sabían dónde vivía. El amigo le dijo que la conocía, que tenía problemas y «mejor perderla que encontrarla».
Embebido en juguetes para adultos como trajes y bases de datos, estudió administración de empresas. Un lenguaje sintético aunó sus intereses y trabajó en oficinas perdidas sin saber muy bien qué hacía. Qué esperaban de él. Su familia, sus amigos. El mundo.
Hizo un silencio, buscó algo, una voz, algo real. Algo que hacer. Algo que fuera funcional. A su alrededor y adentro suyo encontró un silencio opaco. Recibió un mail de feliz navidad. Decía eso, Feliz Navidad. Los mejores deseos. Que el año que comienza cumplas todos tus anhelos. Se dio cuenta de que era un mensaje general. Agradeció y le preguntó a la persona que mandaba el mail cómo estaba. Vio la respuesta, era predecible y poco detallista: Todo bien. En la velocidad del día a día, sus relaciones se habían transformado en una triste y anodina acumulación de prejuicios y estereotipos. Un cúmulo de escaso e indistinguible contenido. Se le ocurrió escribir a cada uno de sus amigos y conocidos algo especial. Un recuerdo, una historia, una fantasía, algo para compartir. Un juguete dialéctico. Una forma de aproximarse a algo secreto y compartido o, al menos, a un contacto más real.
Lo hizo, pero tomó tiempo, del perdido y del que no. Mucho tiempo. Sus conocidos se multiplicaban entre recuerdos y realidades alternativas. Gente importante, gente para la que él era importante, gente querible y gente que quizás conozcas. La cantidad de mails que debió escribir creció hasta alcanzar 199. Entretenido y tentado por el número hizo memoria y ella apareció, como algo inconcluso, en el medio de la nada. Ahora había otras formas de buscarla: Facebook, Google. Facebook fracasó. En cambio, Google. Google la encontró.
La encontró en la sección Policiales de varios diarios. Las noticias hablaban de su novio, el Liso y a ella apenas la mencionaban. Javier leyó todo, analizó las conexiones. No tenía sentido. Ella era la víctima pero las notas se centraban en su pareja. El novio, el asesino, el protagonista la había ahorcado y luego se había pegado un tiro. No había fotos. El olor de la pólvora. El barril girando de la .38 y el martillo golpeando la bala. Javier desarmó el mecanismo mentalmente. Ella y su cuello. Él ahorcándola, sus músculos exigidos en una necesidad frenética. Así se había construido la distancia entre Javier y una respuesta. Fechas, lugares, ámbitos, eran todos elementos de un momento que había pasado hacía ya algunos años. Una de las noticias tenía habilitada la opción de comentar vía Facebook.
Leyó los comentario, los comentarios buscaban culpables. Decían que era una gran oportunidad para darnos cuenta de nuestros errores. Comentarios correctivos hablando de un grupo de gente, de gente determinada que hay que evitar. Que por eso estamos como estamos. Gente poniéndose en el lugar del asesino, tratando de entenderlo. Comentarios defendiéndolo. Comentarios “Por respeto a su familia” y comentarios de amigos mencionando situaciones cotidianas, apelando a ellos dos como si estuvieran vivos. Mensajes como “no te preocupes, te guardo las cosas donde me pediste” y “Qué cagada te mandaste Liso…:-(.”
Si, “carita triste”.
Javier no pudo evitar sonreír, era todo tan ridículo. Como si sus opiniones importaran en algún sentido y pudieran evitar algo así. Como si las palabras pudieran viajar en el tiempo, corregir, recrear, como si fueran un vehículo de conciencia a futuro. Como si hubiera autoridades vitales que supieran qué es lo que hay qué hacer en general.
Se quedó mirando la pantalla. Preguntándose si el problema era el medio. Un resabio de aquél sentimiento de desconfianza frente a la tecnología relampagueó por su cuerpo. Se quedó pensando en sus huesos y en su piel. En su carácter perecedero.
Volvió a aquél lugar secreto para despedirse. Pensó que quizás todas las cartas que había escrito por una cuestión de identidad, para guiarse en este mundo, para reencontrarse, en realidad eran parte de esa gran carta que nunca terminó. Una amiga le dijo que no hay que volver al pasado, que por algo el pasado es pasado y que todos vamos a morir.
Si, pero había algo. Algo que a Javier todavía no le cerraba. Necesitaba volver. Encontrar ese lugar. Aquél lugar único detrás de la represa, donde se calmaba el río. Lo encontró. Pequeño, el río era un arroyo y la represa, un entubado. Y ya no era un secreto. Había familias, jóvenes, gordos, viejas y nenes chapoteando. Todo era público. Fácil, accesible.
Y se dio cuenta de que esa ya no era su historia. De que ya no había nada suyo ahí.
Se dio cuenta de que todo había cambiado, de que él no era el mismo, las historias habían pasado como el caparazón de un molusco. Transparente en su apariencia, apelmazado en un conglomerado de accidentes que giran en el espacio, sentía como la velocidad abría un surco en sus recuerdos.
Mandó los mails como una crítica a esa idea de que los besos y las caricias se pueden dar de forma masiva. Para los que están más acá y más allá. Casi en un plano metafísico, lo virtual le da vida a lo imposible. Javier entendió que debía hacer algo. Algo distinto. Algo extraño y ser él carne de su propio chiste. De eso se trataba. En definitiva, compartir algo. Algo real. Un contacto.
Esa noche se quedó mirando esos listados de gente. Gente: Personas que quizás conozcas. En ese quizás estaba la historia de esa chica. El lugar secreto. El misterio, los tiempos perdidos al sol y esa noticia extraña y adulta.
Infantil en su caso. Javier era un niño y debió haberle escrito a esa chica. Y debió haberle contestado. Y si sus pensamientos se pudieran comentar, podríamos dejarle un “Que cagada te mandaste, Javi”, una carita triste y, sólo si está vivo, esperar una respuesta.
Realmente disfruté leerlo y creo que entendí mucho a Javier. ¡Gracias por compartir!
Este me gustó, mucho. De verdad.
Abrazo Lucas!