Lumpen con alas
Cada vez que llego a un aeropuerto resuena en mi el tema de Charly García, ese que dice que un amor real es como vivir en aeropuerto. Siempre hago el mismo juego, comparo sensaciones. Me pongo a pensar en amores y aeropuertos. Lo primero que veo es a las personas. El mundo en el aeropuerto se activa en horarios insólitos. Dependiendo del momento del año, se puede ver a la gente vestida con la intención de anunciar que se va de vacaciones. Sumando colores a su vestimenta, algo incómodos en su aparatosidad. Veo unas zapatillas fluorescentes, camisas de colores vivos y también hombres con zapatos y tacos. Como si nadie pudiera determinar si es una ocasión formal, si es importante estar cómodo, cual es la forma de volar.
No hay relajación. Solo expectativa. Hay un pibe desparramado, jactándose de su informalidad, paso por al lado y el sonido de sus auriculares se escucha a la distancia. Esta escuchando cumbia. El chakachá se escucha de lejos. Se aturde para quedarse despierto. Las familias constituyen sucesos singulares, como varadas en una charla que no termina de empezar algunas, otras imbuidas en el escándalo de organizarse. El único denominador común es el cansancio. Las caras se arrugan hundiéndose en cuellos que les buscan un lugar. Los cuerpos se van abigarrando en la espera. Los altoparlantes reclaman nombres y apellidos. Enuncian vuelos y solicitudes. Entre brevedades y anuncios. Imagino ser un pasajero de cada uno de esos vuelos. Imagino como sería mi vida viajando allí, en una decisión repentina. Como quien imagina el rostro de cada persona que conoce, su desnudez, su sexo, su sonoridad y esa expresión que anuncia el final.
Los altoparlantes reclaman mi atención, anuncian que los pasajeros que hayan contratado un servicio determinado serán tratados con preferencia. Quisiera poder leer pero necesitaría un café y los precios me intimidan. Quisiera ser tratado con preferencia pero no estoy dispuesto a pagarlo.
Me siento frente a los ventanales que dan a la pista. Me gusta ver el lento movimiento de esos armatostes de metal alejándose. Los autos y las camionetas de los mecánicos se ven pequeños. El cemento lo cubre todo, hay espacio, mucho espacio. La perspectiva, los puntos de referencia lo indican. Hombres y automóviles se ven demasiado pequeños.
Trato de escuchar alguna conversación pero los sonidos no me llegan. Solo una pelota rebotando fastidiosa en el piso. Un nene que no sabe lo de la hora y el silencio se entretiene mientras camina con su familia de un lado a otro. Estructuras de metal en cada puerta de embarque, un techo inclinado. Una escalera mecánica que dejó de funcionar. Recorrerla es recorrer su mecanismo. Como se entrelaza cada escalón. La conexión me mantiene despierto. El celular, las noticias, estar pendiente de algo así como el mundo en general. Hace un par de años escuchaba música hardcore para mantenerme despierto. Por eso entiendo al pibe de la cumbia. “Entiendo” vendría a ser imponerle una idea personal de como se configuran las cosas según ésta mi muy personal acepción. Novedades y ocurrencias me disparan de un lugar a otro. Transito las redes sociales como con un machete en la jungla apartando ridículas notas personales de ridículas notas generales, éstas por ahí me interesan. Un video de un celular en un microondas, una entrevista fallida. Leo y me disperso, los minutos se consumen, vuelvo a leer el sms de Javier. Me dan ganas de decirle que ya no se usan los sms pero creo que esas contingencias no le importan.
Nunca me citaron en un vuelo específico. Eso limita el tiempo, supongo, por suerte tengo que estar en ese otro lugar sino la compañía para la que trabajo me haría demasiadas preguntas. Cuando salí de casa tenía frío, el sol ya creció demasiado. Guardo mi campera apiñandola entre las cosas de mi mochila. Todas comprimidas y desordenadas. Viajar ligero. Por lo general me olvido algo. Lo importante: no despachar nada, las cosas no transitan tan bien como la gente. Las cosas tienen su propia forma de ir de un lugar a otro.
Estoy extenuado y mi día ni empezó. Ya no pienso en el amor, unas zapatillas amarillo fluorescente, alguien con gel, el nene de la pelota que rebotaba en estrépitos recalcitrantes. Alguien desparramado destruyéndose los oídos, quizás adrede. Miradas perdidas en pantallas portátiles, expectativa y cansancio. Pienso en si volveré a tener relaciones con alguien que me guste en serio, con alguien que me mueva el alma. Repaso mis conocidos, no veo ni el reflejo tibio de una esperanza. Pienso en si vale la pena seguir teniendo relaciones, probar cosas, ver si de algún modo me puedo llevar con alguien desnudo a secas. Sin importar nada más. Estar en algo así como una pareja y que todo no termine en mutuas manipulaciones. No venia pensando en estos términos. Siempre fui algo así como un romántico. Un tipo al que le gusta estar con alguien. La última relación, mi ultimo amor me dejo un vacío importante. Ya pasaron mas de dos años y ya ni me quedan las migas. Y recuerdo haber sentido algo que, con el paso del tiempo y una cotidianidad poco alentadora, se va agrandando, va tornándose en leyenda. Leyenda íntima de algo que quizás pasa una sola vez en mi vida. No puedo compartir esto con Javier, la charla se dispersaría. Lamento ocultárselo. Ni siquiera sé por qué me cae bien. Miento, me cae bien porque me cuenta historias. Algo exageradas, algo ridículas. Nunca pude hacerlas rentables. Cobré muy poco este tiempo y lo único que me motivaba era encontrarle una vuelta a esa delirio organizado que es la vida de Javier. No pude.
Las piezas mecánicas del avión se estructuran para alcanzar una funcionalidad. Cada una constituye algo que no debería fallar. Es toda una organización y algunas cosas claves. Eso es lo que no debe fallar. Lo clave. En mi trabajo, como en cualquier trabajo, lo clave es que sea rentable. Para serlo debería haber podido entretener a alguien y no lo hice. Las historias de Javier solo me entretuvieron a mi y me dejé llevar por esa melodía armada solo para mis oídos. Quizás así deberían ser las cosas en general. Hechas a medida, para cada persona. Una funcionalidad particular diseñada según el gusto particular. Rebotaba la idea mientras veía los asientos en filas homogéneas diferenciados solo por un número y una localización y en uno de esos asientos lo veo a Javier.
El asfalto pasa veloz, las ruedas se suspenden, el cuerpo parece acomodarse a los movimientos breves y bruscos. Pequeñas sacudidas y un encontrarse flotando, por la ventanilla pasa el río multiplicando y minimizando sus olas. Las alas del avión parecen doblarse. Se siente la suspensión en el aire. La máquina monstruosa alzando su metálica realidad, haciéndola levitar por encima de la ciudad y todo se distancia, todo se ve pequeño. Miro por la ventanilla la cuadrícula que divide el campo. Los destellos de luz se van reflejando en charcos y superficies lisas. Las nubes algodonan una leve superficie, se dibujan en otro plano, sombras que definen una nueva textura.
La voz de Javier es tenue, como si cada palabra surgiera de una marisma de sin sentidos para volver a ahogarse lentamente. Viste lanas y una barba rala, des prolija. Pequeñas trenzas asoman de su cabeza, de su boca y el sonríe. Su ropa es artesanal y le queda grande, huele a cosas viejas y abandonadas. Me comenta que le dicen el linyera volador. Le pregunto desde hace cuanto que lleva esta vida y me dijo unos meses. Me cuestiono haberlo desatendido tanto. No sé por qué, simplemente lo hago.
-Saque un pasaje un día. Me quería ir a algún lado. No sabía dónde. No me importaba y de repente… Por qué no?
Había decidido hacerse amigo de los técnicos y vivir y dormir de vuelo en vuelo. Vivir en aeropuertos. Me pareció llamativa la decisión. Algo triste. Quise preguntar por el tema pareja y entonces recordé algunas cosas. Hacia poco habíamos llegado a una conclusión, una conclusión triste y distante, algo solitaria: No le podes abrir la puerta a cualquiera. Las historias de Javier no eran solo historias, eran también heridas. Él se había dejado consumir y yo también lo había consumido. Como cuando no me di vuelta para ver si el hombre cruzaba el río. Esta vez lo miré cruzando el río, hice anotaciones, discutí y me cansé de el. Y ni siquiera fue cierto. Ni siquiera me cansé de el, sino de su poca rentabilidad. De mi propia incompetencia.
Teníamos un código en común que consistía en no andar echando culpas. Quizás lo hacíamos para reírnos de algo pero habíamos acordado no hacerlo realmente, en nuestro fuero interno. Ser responsables de cada una de nuestras decisiones. Ser reales de algún modo y no personajes de ficción, de una drama improvisado en el momento. No quedaban muchas palabras en este acuerdo. Mi responsabilidad era la de vender su historia y no lo había hecho.
Ich lese Ihren Artikel mit Interesse, danke. Ethelin Arte Victorie