Una fogata en el microcentro

Trabajaba en una pequeña empresa familiar. Un local con vidriera a la calle y un par de escritorios cerca de la entrada. Al fondo, bien al fondo estaba su oficina. Aislada. Hacía tareas administrativas junto a una contadora. Una vieja que tuvo que volver de su jubilación para resolver los problemas que tenía la empresa de su hijo. Eso decía ella, quejándose, pero también se sentía útil. Javier es joven, no tiene mucha experiencia y no es su hijo, solo un empleado, la vieja lo forma. Lo corrige. Disfruta haciéndolo. A veces se deja llevar, se pone perversa. Juega con él. Lo humilla. Él no sabe qué es lo que pasa. Se siente frustrado. Intenta encarar los problemas de un modo, de otro, y la vieja siempre lo agarra.

La cosa era administrar. Había clientes y proveedores. A los clientes había que cobrarles. A los proveedores había que pagarles. Los clientes no pagaban y los proveedores cobraban y cobraban. La empresa estaba siempre al borde de la quiebra. Sólo quedaba una pequeña seguridad: La de estar en el medio de una familia, una empresa familiar.

Había días en los que parecía que todo estaba saliendo bien. No había errores, ni problemas. Todo estaba como debía estar, al menos para Javier. Pero los clientes no pagaban y a él le reclamaban, le criticaban que pasara eso. Lo hacían responsable.

Un día visitó una distribuidora que les compraba insumos básicos para sostener su oficina. Un cliente de toda la vida. Había una nena corriendo, jugando por ahí. La hija del dueño. El silencio marcaba el ritmo de un día normal. El tipo parecía desestimar el reclamo de Javier pero Javier era responsable. La nena pasó corriendo y la tomó entre sus brazos. Javier escuchó, pensó. Las razones del hombre eran las mismas que él usaba para con sus proveedores. Estaban en un piso diez. Se acercó con la nena a una gran ventana. Le preguntó si quería volar. La nena extendió los brazos, como queriendo abrazar el aire. Javier abrió la ventana.

Un viento acarició los rizos de la nena. Tras un silencio adulto, cerró la ventana. Mejor no. Puso a la nena en el piso y se retiró diciendo que volvería la semana siguiente. La nena todavía le reclamaba a su padre que quería volar cuando Javier dejó el lugar.

Los clientes empezaron a pagar. Amigos o no, la empresa creció. La familia creció, Javier también y lo dejaron afuera.

Dolió. Como duele todo. Él se imaginaba otra cosa. Algo normal, predecible, quizás demasiado. Lo reemplazaron por alguien más acorde a lo que necesitaban.

Esa noche salió a emborracharse a un bar de la calle Reconquista. Se juntó con amigos de siempre. En una de esas Javier sale del baño y alguien lo empuja. Ahí nomás devuelve el empujón. Aprovecha la acumulación de gente para perderse y volver a la mesa. No presta demasiada atención. Los de la mesa enemiga son un montón. Son demasiados.

El calentón del baño pasa cada tanto, dice algunas cosas, habla de hacer un mano a mano. Pasan las horas y la mesa enemiga se diluye. Queda la mesa de Javier y sus amigos. Afuera hace frío. Las luces se van apagando. Las meseras se van retirando. La basura flota estática. La noche se agota.

Aparece un hombre pequeño, un mensajero. Le dice a Javier que el otro, el agredido, está afuera, esperándolo, como si el “mano a mano” se tratara de un duelo. Un amigo de Javier agarra al mensajero por atrás y le explica que nadie quiere problemas. Y menos a la intemperie. El mensajero insiste en que solo es un mensajero. Insiste también en que necesita una respuesta. La respuesta ya la dio la mesa. El grupo. Pero el pibe insiste. Alguien se cansa. Entiende que es un tema de orgullo y que está jugando con eso. Se acerca por atrás y le corta la garganta con un cuchillo casi sin filo. Le cuesta un huevo. Se pone difícil. El mensajero se escapa un par de veces. Alguien lo taclea, el del cuchillo se obsesiona hasta arrancarle la cabeza y ponerla sobre una pica, al lado de la mesa.

La noche continúa, el alcohol y el frío: Todo fluye. Las veredas están secas bajo un cielo negro. A esta hora apagan las luces para ahorrar energía. El microcentro es tierra de nadie porque ya no queda nadie. Rompen algunas sillas y encienden una fogata. Se sientan alrededor. Cuentan historias. Discuten. Se abrazan.

En algún momento se acerca el hombre de afuera. El hombre que esperaba el mano a mano se acerca a la mesa de Javier.  Más allá de la cabeza del mensajero en una pica, clara señal de que él no debería estar ahí, tiene frío. Era solo un mensajero, piensa. El lugar es un páramo. No tiene a dónde ir y no quiere volver a casa. Lo aceptan y ríen. Pero el hombre insiste en el mano a mano, el orgullo, la dignidad y quiere tener razón. Habla del barrio y de sus costumbres. Javier y sus amigos tienen otras. Como están borrachos les cuesta explicarse y se impacientan. En algún momento el pibe se pone demasiado pesado y lo agarran entre varios y lo atan. Le cortan las uñas. Él grita. Su dolor invade el espacio.

Grita de exagerado, de maricón, diría un homofóbico. Todavía no sufre. Las uñas quedan prolijas. Bordeando la piel sensible. Una perfecta manicura se ocupó del tema. El grupo ríe y él no entiende. Javier piensa que quizás es sadomasoquista. Quizás le pueden hacer un favor. Un bien. Quizás hoy pueden ceder a las perversiones de un desconocido. Al fin y al cabo, autodestructivo es y está acá, borracho. Se pasó horas afuera, en el frío, esperando. No se entiende bien qué. No había una mina increíble, sólo violencia y ni siquiera de la buena. Javier entendió que podía hacer algo bien. Cumplirle un deseo a alguien, ser un buen tipo. Sugirió acercarlo al fuego. Acercarlo como para que quede crocante.

Los ánimos se habían calmado, procuraron ser delicados al separar la carne del cuero por respeto. Armaron los cortes según lo que recordaban de cuando iban a la carnicería. Recordaban poco. Discutieron sobre costillares y tapas de asado. Bifes anchos y angostos. Saberes inútiles, sólo palabras y ni un concepto. El holocausto caníbal, sin dudas, los dejaría mal parados.

Igual le pusieron ganas, había que aprender. Lo dividieron con cuidado, tratando de seguir líneas dibujadas por grasas intersticiales. Una división natural que cualquier depredador pudiera comprender. La carne estaba bastante dura eso sí. Quizás por el frío.

Salieron del lugar. Abandonaron la fogata. El bajo estaba desierto y sin luz. Encararon avenida Córdoba. Al día siguiente Javier tendría que volver a una vida normal. De nuevo. Caminaban en subida, hablaban, borrachos. De noches como esa. Noches especiales de cielo negro y ciudad en silencio. Noches tranquilas.